Espíritu de equipo en el póquer

Nunca dudé de que conseguí lo que me merecía. Simplemente me desagradó la forma de obtenerlo. No aprendí demasiado del bloque de cartas de rechazo que recibí de Wall Street, salvo que los banqueros de inversiones no estaban en el mercado en aras de la honestidad ni por mis servicios y no es que ambas cosas estuviesen relacionadas.

Se formulaban preguntas previstas para que se diesen respuestas previstas. Cuando una entrevista de trabajo para la banca de inversiones tenía éxito sonaba igual que un canto gregoriano. Cuando no lo tenía, recordaba el ruido de un accidente grave. Mi entrevista para Lehman no sólo fue un ejemplo de mi propia experiencia, sino de miles de entrevistas realizadas por una docena de bancos de inversiones en varias docenas de campus universitarios, más o menos a partir de Sin embargo, la historia tiene un final feliz.

Al cabo de poco tiempo, Lehman Brothers sufrió un serio percance. A principios de estalló una batalla entre los operadores y los directivos que provocó el colapso de la firma. Los operadores resultaron vencedores, pero ya no valía la pena vivir en lo que quedó de la augusta casa de Lehman.

Los miembros más antiguos se vieron obligados a acudir, sombrero en mano, a su gran rival de Wall Street, Shearson, el cual acabó por contratarlos. El nombre de Lehman Brothers fue barrido para siempre del mapa de los negocios en Wall Street.

Cuando leí la noticia en el New York Times, pensé: «¡Con viento fresco! Si la desgracia de Lehman estuvo directamente relacionada con su desgana a la hora de admitir que quería ganar dinero, eso no lo sé.

SAMUEL JOHNSON Recuerdo casi con toda exactitud cómo me sentía y todo lo que vi en mi primer día en Salomon Brothers. Un estremecimiento frío sacudía mi cuerpo, el cual, suavizado y arropado por el régimen de vida de un estudiante profesional, creía continuar durmiendo, y con razón.

Yo no tenía que entrar a trabajar hasta las 7. Nunca había estado allí. Había un río en un extremo y un cementerio en el otro. En medio estaba el viejo Manhattan: un estrecho y profundo cañón en el cual los taxis amarillos sorteaban las tapas de alcantarilla levantadas, los baches y los cubos de basura.

Ejércitos de hombres serios vestidos con traje emergían en tropel de la estación de metro de Lexington Avenue y desfilaban por la desigual calzada. Para ser ricos, no parecían muy felices, sino preocupados, al menos en comparación a cómo me sentía yo. Tan sólo estaba un poco nervioso, lo cual es normal al empezar en un trabajo nuevo.

Curiosamente, en realidad no pensaba que me dirigía a trabajar, sino más bien que iba a recoger algún premio de lotería. Salomon Brothers me había escrito a Londres anunciando que me pagaría el salario de un máster en finanzas —a pesar de que yo no lo tenía—, cuarenta y dos mil dólares más una prima de seis mil más después de los seis primeros meses.

En aquellos días, yo carecía de la educación necesaria para sentirme pobre con cuarenta y ocho mil dólares que entonces equivalían a unas cuarenta y cinco mil libras esterlinas al año. El hecho de haber recibido la noticia en Reino Unido, la tierra de los salarios bajos, acentuó la generosidad de la oferta de Salomon.

Un catedrático de la London School of Economics, que estaba profundamente interesado en los asuntos materiales, abrió dos ojos como platos y masculló entre dientes cuando se enteró de lo que me iban a pagar. Era el doble de lo que él ganaba. Era un hombre de unos cuarenta y pico de años, en la cima de su profesión.

Yo sólo tenía veinticuatro años y estaba en los umbrales de la mía. No había justicia en el mundo, y yo di gracias al cielo. Quizá valga la pena explicar de dónde procedía ese dinero, aunque, en aquellos días, yo no le concedía demasiada importancia. En , Salomon Brothers era, comparativamente, la empresa con mayores beneficios del mundo.

Al menos, eso fue lo que me repitieron sin cesar. Nunca me molesté en comprobarlo porque la cosa parecía obvia. Wall Street estaba al rojo vivo. Y nosotros éramos la compañía más rentable de Wall Street.

En Wall Street se negocian valores y bonos. A finales de los años setenta, y en el comienzo de la indulgente política norteamericana y de la historia de las finanzas modernas, Salomon Brothers sabía más sobre bonos que cualquier otra firma de Wall Street: cómo valorarlos, cómo operar con ellos y cómo venderlos.

El único resquicio de su total dominio de los mercados de bonos residía, en , en los bonos basura, sobre los cuales volveremos más adelante, y que constituían la especialidad de otra firma, similar a la nuestra en muchos aspectos: la Drexel Burnham.

Al resto de Wall Street no le había preocupado dejar que Salomon Brothers fuesen los mejores operadores de obligaciones porque aquella ocupación no era ni demasiado lucrativa, ni tampoco prestigiosa.

Lo lucrativo era diseñar ampliaciones de capital para las empresas y lo prestigioso era conocer a muchos presidentes corporativos.

Salomon era un marginado social y financiero. Al menos, eso fue lo que me dijeron. Era difícil demostrarlo porque las únicas pruebas eran verbales.

Pero piensen en las risas al comienzo del discurso que dio, en Wharton School en marzo de , Sidney Homer de Salomon Brothers, el mejor analista de bonos de Wall Street desde mediados de los años cuarenta hasta finales de los setenta. En las fiestas, varias damitas encantadoras me acorralaban en una esquina y me suplicaban que les diera mi opinión sobre el mercado, pero, ¡ay de mí!

En la Biblioteca Pública de Nueva York existen libros sobre bonos y la mayor parte de ellos son de química. En otras palabras, que no son la clase de obras que hacen que a uno le suden las manos y se quede clavado en el asiento.

Las personas que se consideran a sí mismas de cierta importancia social suelen dejar rastros escritos, en forma de memorias o anecdotarios. Pero mientras que hay docenas de anecdotarios y varias memorias de los mercados de valores, los mercados de bonos permanecen oficialmente en silencio.

La gente que trabaja con bonos plantea a un antropólogo cultural el mismo problema que una tribu amazónica remota y analfabeta. Esto se debe, en parte, a la ausencia de las clases cultivadas en el mercado de bonos, lo cual, a su vez, refuerza la idea de lo poco que los bonos estaban de moda.

En , la última vez que se realizó un recuento de titulados en Salomon Brothers, trece de los veintiocho miembros carecían de estudios universitarios, y uno ni siquiera había aprobado la primaria. En medio de aquella pandilla, John Gutfreund era todo un intelectual; a pesar de haber sido rechazado por Harvard, finalmente logró graduarse aunque sin sobresaliente en Oberlin.

El mayor mito que circula en torno a los operadores de bonos y, por tanto, el mayor malentendido sobre la prosperidad sin precedentes en el Wall Street de los años ochenta, es que obtuvieron su dinero a base de correr grandes riesgos. Esto es cierto en casos contados.

Y también lo es que todos los operadores corren pequeños riesgos. Pero en su gran mayoría actúan simplemente como cobradores de peaje. La fuente de su fortuna ha quedado espléndidamente resumida en unas palabras de Kurt Vonnegut quien, curiosamente, hablaba sobre los abogados : «Hay un momento mágico en el cual un hombre ha logrado reunir un fabuloso tesoro, pero durante el cual el hombre que está a punto de recibirlo, sin embargo, aún no lo ha hecho.

Un abogado [léase: operador de bonos] inteligente hará suyo ese momento, poseyendo el tesoro durante un microsegundo mágico, guardándose una pequeñísima parte para sí, y dejando que luego continúe su camino».

En otras palabras, Salomon extraía una ínfima parte de cada transacción financiera. Los vendedores de Salomon venden bonos de IBM por valor de 50 millones de dólares a los Fondos de Pensiones X.

El operador de Salomon, que es quien proporciona los bonos al vendedor, se queda con un octavo del porcentaje , o sea, Si lo desea, puede quedarse con una cantidad mayor. En el mercado de bonos, a diferencia del mercado bursátil, no hay comisiones fijas. Y ahora empieza lo divertido. En cuanto el operador conoce la situación de los bonos de IBM y el carácter de su propietario, no es necesario que posea una inteligencia sobresaliente para lograr que los bonos el tesoro se muevan de nuevo.

Él mismo puede generar sus propios microsegundos mágicos. Por ejemplo, puede presionar a uno de sus vendedores para que convenza a la compañía de seguros Z de que los bonos de IBM tienen un valor muy superior al que los Fondos de Pensiones X pagaron inicialmente.

Que esto sea cierto o no carece de importancia. El operador compra los bonos a X, los vende a Z y obtiene otro octavo, mientras que los Fondos de Pensiones X quedan enormemente satisfechos de obtener tales beneficios en tan poco tiempo.

En este proceso, es conveniente que ninguna de las dos partes con las que trata el intermediario conozca el valor del tesoro. Puede que los hombres de la sala de negociaciones no hayan asistido a la universidad, pero son doctores en ignorancia humana. En cualquier mercado, igual que en cualquier partida de póquer, hay un tonto.

Al astuto inversor Warren Buffett le encanta decir que cualquier jugador que no sepa quién es el tonto del mercado, probablemente lo sea él mismo.

En , cuando el mercado de bonos despertó de su prolongado letargo, muchos inversores e incluso bancos de Wall Street no tenían ni idea de quién era el tonto del mercado. Los vendedores de Salomon lo sabían todo sobre los tontos porque aquél era precisamente su trabajo.

Conocer el mercado era conocer las debilidades de los demás. Un tonto, tal y como ellos lo definirían, era una persona dispuesta a vender un bono por menos o a comprar por más de lo que en realidad valía, y un bono sólo valía lo que una persona que lo valorase adecuadamente estaba dispuesta a pagar.

Finalmente, para completar el círculo, Salomon era la compañía que valoraba los bonos correctamente. Sin embargo, nada de esto explica por qué Salomon Brothers fue especialmente rentable en los años ochenta.

Obtener beneficios en Wall Street es un poco como comerse el relleno del pavo. Primero es necesario que alguna autoridad superior coloque ese relleno.

En , el relleno del pavo era mucho más generoso que hasta entonces. Y Salomon Brothers, gracias a su pericia, ya había comido dos e incluso tres veces antes de que otras empresas se percataran de que el banquete ya había empezado. Uno de los benevolentes colaboradores en la elaboración del relleno del pavo fue la mismísima Reserva Federal.

Esto resulta irónico, teniendo en cuenta que nadie había desaprobado tanto los excesos del Wall Street de los años ochenta como el propio presidente de la Reserva, Paul Volcker.

El sábado 6 de octubre de , en una intempestiva rueda de prensa, Volcker anunció que la oferta monetaria dejaría de fluctuar al ritmo del ciclo económico; se fijaría la oferta monetaria y se dejarían los tipos de interés flotantes.

Creo que este acontecimiento marcó el inicio de la época dorada del operador de bonos. Porque, en la práctica, el cambio en el punto central de la política monetaria significaba que los tipos de interés tendrían un amplio margen de oscilación.

El precio de los bonos se movía de forma inversa y muy ligado a los tipos de interés. Permitir que los tipos de interés oscilaran salvajemente equivalía a dejar que los precios de los bonos también lo hicieran.

Antes del discurso de Volcker, los bonos constituían inversiones conservadoras, en las cuales los inversores invertían sus ahorros cuando no les apetecía jugar en el mercado de renta variable.

Después del discurso de Volcker, los bonos pasaron a ser objetos de especulación, un medio de crear riqueza en lugar de simplemente almacenarla. De la noche a la mañana, el mercado de bonos se transformó de remanso de paz en ruidoso casino. En Salomon, el volumen de los negocios creció inusitadamente.

Fue necesario contratar a mucha gente para atender los nuevos negocios, y los sueldos iniciales eran de cuarenta y ocho de los grandes. En cuanto Volcker estableció la libertad en los tipos de interés, entró en acción otro ayudante de cocina para el relleno del pavo: los prestatarios norteamericanos.

En los años ochenta, la administración estadounidense, los consumidores y las empresas tomaron dinero prestado con mayor rapidez que hasta entonces; esto se tradujo en una explosión del volumen de bonos otra forma de verlo es que los inversores prestaban dinero con mayor libertad que antes.

En , la deuda conjunta de estos tres sectores era de En , los tres grupos habían tomado prestados siete billones de dólares. Además, gracias a los emprendedores financieros como Salomon, y a la debilidad de la banca comercial, el porcentaje de deuda emitido en forma de bonos era mayor que nunca.

Así pues, no sólo eran mucho más volátiles los precios de los bonos, sino que aumentó la oferta. En Salomon Brothers no hubo ningún cambio que hiciera más capaces a sus operadores. Pero lo cierto es que las operaciones crecieron tanto en volumen como en frecuencia.

Un operador de Salomon que antes movía una cifra de negocios por valor de cinco millones de dólares cada semana, en aquellos momentos movía trescientos millones de dólares al día. El operador y la empresa comenzaron a enriquecerse. Y, por razones mejor conocidas por ellos, decidieron invertir parte de sus ganancias en contratar gente como yo.

Las clases en Salomon Brothers tenían lugar en el piso veintitrés del edificio situado en el extremo sureste de Manhattan. Y hacia allí me dirigí para comenzar, al menos, mi carrera profesional. A primera vista, la perspectiva era desoladora. El resto de los alumnos parecía llevar horas en la oficina.

De hecho, la mayoría llevaba allí semanas con el fin de familiarizarse con sus colegas. Al entrar en la zona donde tenían lugar los cursos, observé que se hallaban divididos en grupillos diseminados a lo largo de los pasillos o en el vestíbulo detrás de las aulas, charlando. Era como una reunión familiar.

Todos se conocían entre ellos. Ya habían formado camarillas. Las mejores taquillas ya estaban ocupadas. Y a los recién llegados se los miraba con suspicacia. Ya se habían formado las opiniones sobre quién era «bueno», es decir, apto para la sala de negociaciones de Salomon, y quién era un perdedor.

En un rincón había un grupo de hombres jugando a algo que entonces no supe reconocer, pero que ahora sé que era el póquer del mentiroso. Se reían, soltaban palabrotas, y se lanzaban miradas de soslayo entre ellos, pero, en general, se conducían con educación y camaradería.

Todos usaban cinturones. Creo que al verlos descarté de inmediato la idea de sentirme en Salomon Brothers como en casa. Yo había aprovechado la ocasión para adquirir un par de tirantes rojos con grandes dólares dorados estampados. Pero estaba equivocado. Más tarde, un compañero de curso bien intencionado me dio un buen consejo: «No dejes que te vean en la sala de negociaciones con eso puesto —dijo—.

Los gerentes son los únicos que pueden llevarlos impunemente. También recuerdo que al entrar en el vestíbulo el primer día, una alumna vociferaba en un teléfono, enzarzada en lo que debía de ser una conversación llena de interferencias.

En pleno julio abrasador, la rechoncha mujer tenía puesto un traje de tweed de tres piezas de color beige, con un corbatín blanco excesivamente grande para ella, a todo lo cual probablemente yo no habría concedido mayor importancia, de no ser porque ella misma hizo notar el hecho.

Colgó el teléfono y dijo mirando a un reducido grupo de mujeres: «Escuchad, puedo dejaros seis trajes completos por setecientos cincuenta dólares. Esto sí que es calidad. Y a buen precio. No los encontraréis más baratos». Eso lo explicaba todo.

Ella llevaba tweed sólo porque lo vendía. Había comprendido en seguida que las mujeres de su curso de formación constituían un mercado perfecto: gente con dinero para gastar, buena vista para las gangas y sitio en su guardarropa para el estilo de ejecutivo.

Había persuadido a una fábrica oriental de ésas donde explotan a los obreros para que le proporcionara ropa de invierno a granel. Cuando se dio cuenta de que yo la observaba, dijo que, con un poco de tiempo, «también podía conseguir trajes de caballero». Y no pretendía hacer un chiste fácil.

De ahí que las primeras palabras que oí en boca de uno de mis compañeros de curso fueron un intento de venderme algo. Era una bienvenida a la medida de Salomon Brothers. Un rayo de esperanza me llegó desde uno de los rincones más sombríos del vestíbulo, la primera señal de que había otras perspectivas de vida en Salomon Brothers.

Un hombre joven y gordo yacía espatarrado en el suelo. Parecía dormir. Llevaba una camisa arrugadísima y medio desabrochada; una barriga blanquecina, semejante a la curva de una ballena, asomaba por donde se habían soltado los botones.

Tenía la boca abierta como si fuera a zamparse un racimo entero de uvas. Era inglés. Según me enteré más tarde, estaba predestinado a la oficina de Londres y no le preocupaba excesivamente su carrera profesional.

Comparado con la mayoría de los alumnos, era un hombre de mundo. Se quejaba constantemente de que la firma le trataba como a un niño.

Había pasado dos años enteros en los mercados de Londres y opinaba que toda aquella idea del curso de formación era absurda. De manera que convirtió Manhattan en su terreno de juego nocturno. Durante el día, convalecía. Bebía cafeteras enteras de café y dormía en el suelo del aula, desde donde producía una primera e indeleble impresión a sus nuevos colegas.

Los miembros profanos de la clase de constituían una de las series de oleadas humanas que bañaban lo que entonces era la sala de negociaciones más rentable del mundo. La proporción entre personal administrativo y personal profesional y créase o no, nosotros éramos «profesionales» era de cinco a uno; de manera que de nosotros significaba más en la plantilla de administración.

El incremento de las cantidades resultaba tremendo en una firma que contaba con poco más de 3. Aquel hipercrecimiento hundiría con el tiempo a la empresa e incluso a nosotros nos pareció tan poco natural como poner un exceso de fertilizante en una planta.

Por alguna extraña razón, la dirección no compartía nuestro punto de vista. Visto retrospectivamente, para mí está claro que mi llegada a Salomon significó el principio del fin de aquella sacrosanta institución. Dondequiera que iba, no podía evitar darme cuenta de que el lugar se estaba viniendo abajo.

No es que yo fuera un engranaje suficientemente grande dentro de aquella máquina como para precipitar su destrucción por mí mismo.

Pero el hecho de que me permitieran —a mí y a otros que, como yo, no tenían ni idea— entrar por la puerta fue un temprano aviso. Las alarmas deberían haberse disparado. Estaban perdiendo el contacto con su propia identidad.

En otro tiempo habían sido sagaces comerciantes de carne barata. Ahora aceptaban a gente inadecuada. Ni siquiera aquellos de mis compañeros que tenían una mentalidad mucho más comercial —no, especialmente ellos, como la mujer que vendía trajes— pensaban dedicar su vida a Salomon Brothers.

Ni yo tampoco. Nada nos unía a la empresa salvo lo que nos impulsó a muchos a solicitar plaza: el dinero y la curiosa creencia de que no había ningún otro trabajo en el mundo que valiera la pena realizar.

No exactamente esas tonterías de la lealtad honda y duradera. En el plazo de tres años, el setenta y cinco por ciento de nosotros se había marchado en comparación con años anteriores, en los que, al cabo de tres años, un promedio del ochenta y cinco por ciento del curso continuaba trabajando en la compañía.

Después de aquella transfusión masiva de forasteros, resueltos a mantener las distancias, la firma comenzó a convulsionarse, igual que cuando un cuerpo ingiere grandes cantidades de una sustancia nociva.

Lo nuestro era una paradoja. Nos habían contratado para hacer negocios en el mercado, para ser más perspicaces que nadie, en pocas palabras, para ser operadores. Pregunten a cualquier operador mínimamente astuto y les dirá que su mejor trabajo va en contra de los conocimientos convencionales.

El buen operador tiende a hacer lo inesperado. Nosotros éramos, como grupo, dolorosamente predecibles. Al incorporarnos a Salomon Brothers, lo único que hacíamos era lo mismo que cualquier individuo ávido de dinero.

Si éramos incapaces de derribar las convenciones de nuestras vidas, ¿había alguna posibilidad de que lo hiciéramos en el mercado?

Al fin y al cabo, el mercado de trabajo es un mercado. Fuimos tan educados con el hombre que se dirigió a la clase como lo habríamos sido con cualquier otro, lo cual no es decir mucho.

Él dio la clase durante toda la tarde. Eso significa que estuvo atrapado durante tres horas en un área de suelo de veinte metros cuadrados, al frente de un aula que constaba de una mesa, una tarima y una pizarra.

El hombre paseaba de un lado a otro por su canal, igual que un autocar circulando entre las líneas de la calzada, mirando unas veces al suelo y otras a nosotros, de forma amenazadora.

El insípido color mortecino de las paredes y el suelo del aula concordaba con el estado de ánimo de los presentes. Una de las paredes tenía aberturas largas y estrechas para las ventanas, las cuales ofrecían una vista panorámica sobre la bahía de Nueva York y la Estatua de la Libertad, pero había que estar sentado junto a ellas para poder ver algo, y aun así se suponía que no debías estar recreándote en aquella vista.

Pensándolo bien, aquello se parecía más a una prisión que a una oficina. La sala era calurosa y se respiraba un aire enrarecido. Los cojines de los asientos eran de un verde desagradable; el trasero de los pantalones se quedaba pegado tanto a ti como al sillón cuando te levantabas al final de cada jornada.

Después de zamparme una grasienta hamburguesa con queso, y sin más que un mediano interés sociológico en el orador, me sentí vencer por la modorra. Sólo había transcurrido una semana de los cinco meses que duraba el curso de formación y ya me encontraba exhausto.

Me hundí en el sillón. El conferenciante era un importante operador de Salomon. Sobre la mesa que estaba en la parte principal de la estancia había un teléfono, que sonaba cada vez que el mercado de bonos enloquecía.

Mientras paseaba, el hombre mantenía los brazos fuertemente apretados contra el cuerpo para ocultar las dos medias lunas de sudor que le crecían bajo las axilas.

Probablemente era cosa de los nervios. Nadie podía culparle. El hombre estaba descubriéndonos sus creencias más sentidas y al hacerlo se convertía en el más vulnerable de los oradores.

Yo me contaba entre la minoría de los que le encontraban un tanto tedioso. Pero se defendía bien con la mayoría de la clase. Los de la última fila le escuchaban. Por toda el aula, los alumnos dejaron a un lado los crucigramas del New York Times. El hombre nos hablaba sobre el modo de sobrevivir.

Sólo que lo dijo con pronunciación de camionero iracundo. Triunfar o no depende de saber sobrevivir en la jungla. Deben aprender de su jefe. Él es la clave. Imaginen que cojo a dos personas y las dejo en mitad de la jungla, y que a una le proporciono un guía y a la otra no.

En la jungla hay un montón de mierda. Y fuera de la jungla hay un televisor por el que retransmiten las finales de la NBA y una nevera repleta de cerveza Bud bien fresca El conferenciante había descubierto el secreto para manejar a la clase de Salomon Brothers de ganarse los corazones y las mentes de la última fila.

A partir del tercer día de clase, los de la última fila se columpiaban al borde del caos. Incluso cuando sus sentimientos hacia el orador eran de indiferencia, los de la fila de atrás se dedicaban a dormitar o a lanzar bolas de papel a los imbéciles de la primera fila.

Pero si, por alguna razón, el conferenciante no era de su agrado, se desataban los infiernos. Ese día no sucedió. El comportamiento primitivo se revelaba en los asientos de la última fila cuando se oía el sonido de los tambores en la jungla; parecían una partida de cazadores Cro-Magnon que acababan de descubrir un arma nueva.

Los de la fila de atrás se irguieron en sus asientos por primera vez en todo el día. Una vez neutralizada la última fila, el conferenciante controlaba ya a toda la audiencia, puesto que los de la primera fila tenían siempre puesto el piloto automático.

La mayor parte de los graduados de la Harvard Business School estaban sentados en la primera fila. Uno de ellos saludaba a cada nuevo orador dibujando un gráfico de organización. El gráfico parecía un árbol de Navidad, con John Gutfreund en la punta y nosotros en la base.

Por en medio había montones de cajitas, que parecían adornos del árbol. Su manera de controlar la situación consistía en identificar el rango del conferenciante, visualizar su posición en la jerarquía y confinarlo en su caja correspondiente. Aquellos gráficos eran extraños, y parecían más cosa de magia negra que de negocios.

El rango no era algo excesivamente importante dentro de la sala de negociaciones. La estructura organizativa de Salomon Brothers era cosa de risa. Lo que más importaba era hacer dinero, pero la primera fila estaba menos segura que la de atrás de que la compañía fuese una «meritocracia» de amasadores de dinero.

Protegían sus apuestas por si, después de todo, los negocios de Salomon Brothers resultaban ser como los que habían aprendido en la escuela. una enorme nevera repleta de Bud —dijo el orador por segunda vez—.

Y hay muchas probabilidades de que el tipo que lleva al guía sea el primero en salir de la jungla y llegar a la televisión y a la cerveza. No voy a decir que el otro no consiga llegar.

Pero —dejó de pasear e incluso lanzó a los presentes una mirada soslayada— tendrá muuuucha sed y cuando llegue no quedará cerveza.

Ésta era la moraleja. La cerveza. A los muchachos de la última fila les agradó la idea. Se pusieron a entrechocar las palmas y resultaban ridículos, hombres blancos con traje y corbata fingiendo ser hermanos de sangre y gesticulando como los negros.

Se sentían tan aliviados como excitados. Cuando no nos tocaba escuchar aquel tipo de discurso, nos encontrábamos a un hombre mucho más insignificante, con un estuche de plástico lleno de Bics de punta fina, igual que el de los colegiales, en el bolsillo de la pechera de la americana, que nos explicaba cómo convertir el beneficio semianual de un bono en beneficio anual.

Eso no agradaba a los de la última fila. A la mierda con la matemática de los bonos, tío, decían. Cuéntanos lo de la jungla. El hecho de que la última fila pareciera más un vestuario después de un partido que una remesa de futuros directivos de los bancos de inversiones más beneficiosos de Wall Street preocupaba y aturdía a los ejecutivos más reflexivos que comparecían ante la clase.

Se había invertido el mismo tiempo y esfuerzo en reclutar a los de la última fila que a los de la primera, y la clase, en teoría, debería haber sido uniforme en atención y comportamiento, como en el ejército.

Lo más curioso de la falta de disciplina era la arbitrariedad, sin relación con ninguna causa externa y, por tanto, incontrolable. Aunque la mayoría de los graduados de la Harvard Business School se sentaban delante, unos pocos se sentaban atrás. Y justo a su lado, había graduados de Yale, Stanford y Pennsylvania.

La fila de atrás tenía su parte de educación refinada. Al menos, tenía una cierta proporción de cerebros. Entonces, ¿por qué se comportaban de aquel modo? Y todavía no entiendo por qué Salomon permitía que esto ocurriera. Los responsables de la empresa diseñaban el curso de formación con un programa apretado, y luego se desentendían.

Sólo existía una característica común a todos los elementos de la última fila, aunque dudo que a alguien se le haya ocurrido nunca: sentían la necesidad de ocultar cualquier vestigio de refinamiento personal o intelectual que hubieran traído consigo a Salomon Brothers.

Esto era un reflejo más que un acto consciente. Eran las víctimas del mito, especialmente famoso en Salomon Brothers, de que un operador era un salvaje, y un gran operador era un gran salvaje.

Esto no era del todo cierto. La sala de negociaciones constituía una prueba en ese sentido, pero también en el contrario. La gente creía lo que quería creer. Había otra razón para el fanatismo.

La vida como alumno del curso de formación de Salomon era como recibir una paliza diaria del matón del barrio. Al final, te volvías brusco y egoísta.

Las probabilidades de pasar el curso preparatorio de Salomon, a pesar de mi buena suerte, eran de sesenta a una en contra. Si lograbas superar esa desventaja, te parecía que merecías un respiro. La firma nunca te llevaba aparte y te daba unas palmaditas en el hombro para hacerte saber que todo iría sobre ruedas.

Al contrario, la firma creaba todo un montaje en torno a la idea de que los alumnos debían hacer uso de toda su habilidad para lograr triunfar. A los vencedores del proceso de entrevistas de Salomon se los amontonaba en el aula. En poco tiempo, lo peor de lo peor competía por el puesto de trabajo.

Los trabajos aparecían al final del curso en un tablón de anuncios situado junto a la sala de negociaciones. Contrariamente a lo que esperábamos al llegar, no teníamos el trabajo asegurado.

En uno de los lados del panel estaban los nombres de todas las sucursales de la compañía: Atlanta, Dallas, Nueva York, etcétera. La idea de que uno podía ir a parar a cualquier punto espantoso —o bien a ninguno— de aquella matriz sumía al alumno en la desesperación.

Perdía toda perspectiva de los méritos relativos de los distintos cargos posibles. No se consideraba a sí mismo un hombre de suerte por el mero hecho de estar en Salomon Brothers; cualquiera que pensara así no habría logrado entrar.

El aspirante sólo veía las dos posiciones extremas: el éxito y el fracaso. Vender bonos municipales en Atlanta era una desgracia inimaginable. Negociar con hipotecas en Nueva York era algo muy goloso.

A las pocas semanas de nuestra llegada, los jefes de sección empezaron a discutir nuestros méritos relativos. Pero, en el fondo, los directores eran operadores. Eran incapaces de discutir sobre una persona, un lugar o una cosa sin negociar.

De modo que empezaron a negociar con los aspirantes como si se tratara de esclavos. Un día se los veía inclinados sobre la abultada carpeta azul que contenía las fotografías y los currículums de los alumnos.

Al día siguiente te enterabas de que te habían canjeado por uno de la primera fila y un proyecto escogido del siguiente curso de formación. La tensión aumentaba. Como en todo proceso de selección, en aquél había ganadores y perdedores.

Dado que no había ninguna forma objetiva de medir la capacidad de cada uno, conseguir algún trabajo constaba de una parte de suerte, otra de «presencia» y otra de saber cuándo y cómo lamer las posaderas de algún pez gordo.

Sobre las dos primeras no se podía hacer demasiado, así que te concentrabas en la tercera. Necesitabas un padrino. Ofrecer tu amistad a alguno de los directores gerentes no era suficiente; había que ofrecérsela a uno, pero con acierto. Naturalmente, había un pequeño problema.

Los jefes no siempre están ansiosos de hacer amistad con los aspirantes. Al fin y al cabo, ¿qué podían ofrecerles? Un director gerente sólo se interesaba por ti si creía que eras enormemente codiciado.

Entonces es que tenías mucho que ofrecerle. Un director gerente ganaba puntos cuando conseguía robarle a otro un alumno popular. Por lo tanto, el hecho de que muchos se aproximaran a un aspirante era signo de que deseaban que trabajase para ellos. En tal caso, los jefes te querían, no por una razón lógica, sino porque otros jefes también te querían.

El resultado final era una especie de juego de popularidad personal que contaba con un paralelismo en los mercados.

Construirlo requería una elevada dosis de seguridad en ti mismo y de fe en la credulidad de los demás; ésta fue la solución que escogí para el problema del empleo. Al cabo de unas semanas de iniciarse el curso, trabé amistad con una persona de la sala de negociaciones, aunque no del área donde yo deseaba trabajar.

Aquella persona me presionó para que me incorporara a su departamento. Dejé que otros aspirantes se enteraran de aquella persecución. Ellos se encargaron de explicárselo a sus respectivos amigos de la sala, los cuales, a su vez, se interesaron por mí.

Finalmente, el hombre para el que yo quería trabajar acabó por oír a los demás hablar de mí y me pidió que almorzara con él. Si esto suena a calculado y retorcido, piensen en las alternativas. Podía dejar mi destino en manos de la dirección, la cual, que yo sepa, no ha demostrado excesiva piedad con nadie que haya sido lo bastante tonto como para confiar en ella, o bien apelar directamente al ego del director gerente de mi elección.

Tenía amigos que habían probado aquella táctica. Se arrojaron a los pies del directivo de sus sueños, cual vasallo ante su señor, y manifestaron algo untuoso y servil como: «Soy su humilde y devoto servidor.

Contráteme, oh, Gran Señor, y haré cualquier cosa que me pida». Esperaban que el director gerente respondería favorablemente y diría algo así: «Levántate, pequeño, no tienes nada que temer. Si eres fiel, te protegeré de las fuerzas diabólicas y del desempleo».

A veces esto sucedía. Pero, cuando no era así, habías quemado tu último cartucho. Te convertías en mercancía sobrante. En la clase discutimos si, en determinadas circunstancias, era lícito humillarse. Como si el objetivo de todo el sistema de Salomon no fuera más que comprobar quién lo hacía y quién no cuando se le sometía a cierta presión.

Cada aspirante debía decidirlo por sí mismo. Aquí nació la Gran Línea Divisoria. Aquellos que escogían rebajarse sin reservas desde que sonaba el timbre ocupaban sitios en las primeras filas de la clase, donde permanecían sentados con la boca firmemente cerrada durante los cinco meses que duraba el curso.

Los más orgullosos —o que quizá pensaban que era mejor mantenerse a distancia— fingían una fría indiferencia acomodándose en la última fila y lanzando bolas de papel a los directores gerentes.

Naturalmente, había excepciones a esos patrones de comportamiento. Había un puñado de gente a caballo de la Gran Línea Divisoria. Era imposible predecir sus movimientos, como hombres libres entre esclavos, y reinaba la idea de que actuaban como espías de la dirección. Unos cuantos alumnos tenían espíritu de última fila, pero también mujer e hijos que mantener.

Carecían de lealtades. Se distanciaban de la primera fila por desdén y de la última por su sentido de la responsabilidad.

Por supuesto, yo me consideraba una excepción. Algunos me acusaron de ser una persona de primera fila porque me gustaba sentarme junto al tipo de la Harvard Business School y observar cómo dibujaba los gráficos de organización.

Me preguntaba si él lograría aprobar el curso no fue así. Asimismo yo hacía demasiadas preguntas. Estos serán factores que influirán negativamente en la predisposición de algunos individuos o grupos para aceptar sacrificios en aras de un propósito común.

El espíritu de equipo es un catalizador para los proyectos, ya que utiliza el poder de la complementariedad y la colaboración para superar los desafíos que requieren diversas habilidades y competencias.

En este sentido, definir claramente roles y responsabilidades, declarar expectativas, definir objetivos y establecer metas, es una práctica fundamental para la formación del espíritu de equipo.

Los equipos de alto rendimiento no buscan el consenso, sino que confían en el sentido común para tomar decisiones. Los conflictos existirán, pero se manejarán más fácilmente reduciendo la fuerza de las posiciones individuales.

La atención se centrará en criticar procesos, reglas de negocio, normas, etc. y no en criticar a otro ser humano. Los modelos alternativos de gestión, derivados de teorías como: sociocracia, holocracia, métodos, entornos ágiles y prácticas de Management 3.

Esto no es fácil de lograr. La mayoría de las organizaciones siguen siendo jerárquicas y la figura del lídersigue siendo un elemento fundamental para estimular el espíritu de equipo y acercar a las personas en torno a los objetivos a alcanzar.

Reconocer el trabajo en equipo como un factor de relevancia del proyecto. Evite usar ejemplos de individuos, ya que esto fragmenta el espíritu de equipo. Utilice ejemplos de equipos que representen en su conjunto algo relevante para el proyecto y sus cambios. Las personas, a menudo, están muy conectadas con símbolos que refuerzan su identificación con un grupo.

Los equipos necesitan una identidad que refuerce su sentido de ser parte de algo más grande que sus tareas individuales. Crea estos símbolos en forma de logotipos y declaraciones que conecten a las personas con el proyecto y sus desafíos. Incluso si has logrado formar el espíritu de equipo en un proyecto, ten en cuenta la necesidad de reforzarlo dinámicamente.

El estrés natural y creciente, a medida que el proyecto se acerca a la implementación, potenciado por la acción de fuerzas antagónicas, puede debilitar el espíritu de equipo. Recuerda: los equipos necesitan líderes.

No importa lo que digas, ¡el comportamiento del equipo se basará en lo que hagas! Edgar Alvarez , Vicente Gonçalves y Rodrigo Franco. Podemos destacar algunas características clave, como: El equipo logra los objetivos. El equipo disfruta del trabajo a su cargo.

Esto también es inteligente para aquellos que recientemente se mudaron a la calle, porque ahí es cuando te das cuenta de que tienes cosas que funcionaban en la casa anterior pero que ahora no encajan en tu nuevo hogar.

Otra idea divertida es donar las ganancias a una organización benéfica que tú y tus vecinos hayan acordado. Simplemente revisa las normas de la ciudad para este tipo de venta antes de fijar una fecha.

Considera convertirlo en un jardín comunitario de vegetales o flores. Plantar semillas, arrancar las malas hierbas y luego compartir la recompensa es un regalo para toda la comunidad. Tal vez plantar algunas peonías o artículos comestibles, puede conducir a una interacción aún mejor entre vecinos.

Todos pueden ofrecerse como voluntarios para mantener la parcela y, llegado el momento de la cosecha, la calle podría organizar una cena en el jardín y así compartir entre todos los frutos de esa cosecha.

La unión por un amor compartido por los libros definitivamente puede unir a toda una comunidad. Una persona hábil en la cuadra o un entusiasta del bricolaje podría construir una caja de libros para protegerlos y luego colocarla en una ubicación central en la calle con el permiso de la ciudad.

Dedica también un estante a los libros para niños. Es muy fácil lograr esto: mantente alerta a lo que se necesita y ofrece ayuda. Si las hojas de un vecino anciano se están acumulando, toma un rastrillo y a tus hijos, y dirígete al césped del vecino.

Si eres el que tiene un generador para toda la casa cuando se va la luz, infórmales a tus vecinos para que puedan cargar teléfonos, lavar la ropa y calentarse en tu casa. Lo más probable es que haya basura o ramas muertas en el vecindario que necesiten ser recogidas.

Designa un día de limpieza cada trimestre; investiga con anticipación cómo y dónde deshacerse de esos artículos. También puedes intercambiar ideas sobre cómo reducir los desechos como una unidad, crear un cronograma para las operaciones de la planta de reciclaje o incluso comenzar a reutilizar o reciclar la basura.

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Acerca de este producto

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Por definición, el espíritu de equipo significa mostrar altruismo y solidaridad con los miembros de tu grupo. En el trabajo, esta habilidad social combina cualidades humanas y profesionales.

Los empleados recurren a su conexión para alcanzar objetivos comunes en un ambiente solidario. El espíritu de equipo crea una atmósfera positiva que fomenta el bienestar y mejora la confianza y la seguridad psicológica dentro del equipo. Los empleados están entonces preparados para interactuar eficazmente con los demás miembros del equipo.

De hecho, cuando se desarrolla el espíritu de equipo, la cohesión entre los empleados se refuerza y resulta más fácil alcanzar un objetivo común , contribuir y coordinarse para completar una misión. Esta habilidad blanda también desempeña un papel importante en los equipos de alto rendimiento, ya que facilita la colaboración y la cooperación.

Las ideas fluyen mejor y los problemas complejos se resuelven con mayor eficacia. Juntarse es un comienzo, permanecer juntos es un progreso, trabajar juntos es un éxito. Aunque a algunas personas les resulta más fácil que a otras, la buena noticia es que el espíritu de equipo es una capacidad, un potencial, ¡una habilidad que todo el mundo puede tener y desarrollar!

Esta habilidad blanda se fomenta con un entorno de confianza, un proyecto claramente definido, un jefe que dé a sus colaboradores el tiempo y el espacio necesarios para alcanzar sus objetivos Para lograr esta maravillosa sinergia, las condiciones deben ser óptimas.

He aquí nuestros consejos en forma de etapas clave para mantener el espíritu de equipo en un proyecto común:.

Previamente, es necesario programar una reunión inicial para exponer todas las cuestiones y fomentar la colaboración y el análisis conjunto para que las discusiones se dirijan hacia el mismo objetivo.

A partir de ahí, el objetivo es garantizar que todos los miembros del equipo estén en la misma longitud de onda y que salgan de este punto con la misma comprensión del objetivo que hay que alcanzar. Dependiendo del tamaño del equipo, sobre todo si es grande, puede ser conveniente reunir para que trabajen juntos.

La idea es animar a los perfiles complementarios a trabajar juntos. Evitar que cada uno vaya por su lado durante demasiado tiempo, o que una persona haga el trabajo y la otra se limite a validarlo Una colaboración eficaz depende, entre otras cosas, de la frecuencia y la calidad de los intercambios dentro del equipo.

El objetivo en este caso es hacer circular la información para no "excluir" a miembros individuales del personal y garantizar que todo el equipo trabaje conjuntamente para sacar a la luz las ideas que surgen de la combinación de sus respectivas competencias.

Aquí compartimos e intercambiamos ideas, ¡para que cada uno pueda desempeñar su papel en la producción de una idea y un objetivo común!

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